lunes, 28 de noviembre de 2011

Los pensamientos de Diego

No puedo dejar de pensar en aquella voz. Quebrada pero dulce, femenina, que se confundía con los golpes secos que dejaban sus tacones sobre el suelo, a modo de rastro. Esos finos tobillos que asomaban por debajo de un cuadro que portaba con dificultad, y con unos preciosos zapatos de tacón. Una voz, y unos tacones… Un escalofrío me recorre el cuerpo  cada vez que lo recuerdo.
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Un gato maullaba al fondo del callejón. Era de noche. Noche lluviosa y poca luz, que venía de las feas farolas verdes. Verdes, y además, la mayoría titilaban o no funcionaban, dejando zonas de la calle a oscuras.
Diego paró en seco al oír al pequeño gato, que al parecer, no debía tener más de cinco meses. Pensó un par de veces en lo cansado que estaba y el sofá rojo del salón de su casa. Pero se dejó  guiar, sin saber muy bien por qué, por aquél flojo maullar, que se confundía con la lluvia.
Diego se quitó las gafas e intentó secarlas sin éxito con una de las múltiples capas de ropa que abultaban el abrigo. Los chorretones de agua con gomina corriéndole por la frente no le importaba, las gafas sí. Se acordó de su coche, que le había dejado tirado dos días antes, y que ahora estaba bien caliente (y seco) en el taller.
 Vio, antes de llegar a la mitad del callejón, en el que por suerte las farolas no titilaban, al gato bajo un contenedor de basura, solo. Quizás el año y medio que Diego había estado viviendo solo había conseguido abandonar sus ganas de vivir sin obligaciones ni responsabilidades, más allá de ir a trabajar cada día y que, al fin y al cabo, no era más que pura rutina.


Andaba apresurado por la avenida. Llevaba al pequeño felino negro envuelto en su larga bufanda de punto, asomando la cabeza, que cubría como podía con el brazo. Un delgado gatito con una mancha blanca que enmarcaba  su ojo derecho, y que le daba un aspecto gracioso.
Ya solo le quedaban dos manzanas antes de llegar a su casa, y Diego volvió a pensar en aquél confortable sofá rojo que compró en ikea, y maldijo, por cuarta vez en ese día, a su coche.
Su reloj de pulsera pitó dos veces marcando que eran en punto, y apretó el paso. Diego miraba hacia el suelo protegiendo al cachorro de la lluvia. De repente, a sus oídos llegó una voz y un traquetear de tacones que marcaban un ritmo muy uniforme. Una voz que le hizo parar en seco, levantar la cabeza, y buscar de dónde venía.
Unos tacones se movían uno tras otro, subiendo la calle. Unos tacones que continuaban con unos tobillos protegidos por finas medias. Unos pocos centímetros más arriba, un cuadro cubierto con una sábana y sujeto por un brazo cortaba las piernas de la muchacha.
Diego se dio la vuelta y continuó caminando. Pero aquellos zapatos se le grabaron junto a aquella voz en la cabeza. Muy grabados.

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